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10 de septiembre de 2019

El inmenso peso de una tristeza pequeñita


No identifica el porqué de esa extraña y dulce melancolía envuelta en una gasa ensangrentada de esperanza por algo indefinido.
Por fin se da cuenta de que camina por los alrededores del centro veterinario donde llevó a su compañero antes de saber que moriría. No podía imaginar que se iniciaba el descenso a la imparable muerte.
A veces ocurre que la tristeza se encapsula en el tiempo, y permanece intacta al desgaste.
Debería extirpársela con una navaja de afeitar, por el cuello; se dice sin darse cuenta de que su puño está cerrado con fuerza.
Es desgarrador visitar el último lugar donde empezó a acabarse la vida. Y por alguna razón sus pies lo llevan allá.
Tal vez en su dolor hay una esperanza ingenua, deliberadamente inocente para conjurar esa densa tristeza: pudiera ser que su compañero se hubiera perdido y se encontraran en el último lugar donde aún no había tragedia.
Y llevarlo consigo de nuevo a casa.
No deberían doler tanto los seres tan pequeños. Es ilegal.
Apenas pesaba cuatro kilos.
Y tanta tristeza provocando interferencias líquidas en su campo de visión…
Algo no está bien en el planeta. Las desmesuras de la tristeza y la fatalidad son absolutamente desproporcionadas a su propio peso. A su importancia como ser humano. Es un mediocre y sus padecimientos deberían serlo también, no estas toneladas que caen encima de su ánimo y le aplastan los latidos del corazón haciéndole pensar que morir es una buena forma de salir de esta opresión asfixiante.
El dolor de los que amas y mueren es tan profundo que no llega ningún consuelo a él; se queda entre las entrañas pulsando como una infección caliente con su triste radiactividad que hace mierda cualquier sonrisa y perder el control de la inmutabilidad.
Malditas estas putas ganas de llorar…
¿Y ahora cuál será la próxima, hijo puta? Piensa mirando al suelo, más allá de la basura que hay en él. Más profundo. No busca, solo odia hacia abajo porque el peso de esa pequeña tristeza no le permite mirar al cielo.





Iconoclasta
Foto de Iconoclasta.

16 de abril de 2013

Antinacimiento




Solo las mujeres pueden parir; pero los antinacimientos (partos de ausencia y desesperanza) no conocen sexo ni biología. Los momentos de dar a luz y  antinacer se diferencian en someros detalles durante las primeras horas. Cambia una cosa: el final en un antinacimiento nunca será feliz. Es tan duro y tan doloroso que no se olvida jamás. Son losas pesadas con la que nos carga la puta vida en el pecho para que no podamos respirar.
Porque cuando alguien que amamos muere, muere solo él, no morimos con él; ni siquiera románticamente una parte de nosotros. Nos quedamos embarazados de dolor y pena; los que quedamos apesadumbrados, antiparimos.
Padecemos el antinacimiento.
No basta con despedirse, con sentirlo. Hay que sufrir largo y tendido, mierda de vida…
Me cago en dios…
Aunque no son muchos los antinacimientos: la gente no suele amar; solo se siente desolada con vacuidad y dramática pompa, solo cumple un ritual de mierda sin más trascendencia que una lágrima farisea.
La mujer al parir respira, exhala repetida y rápidamente la respiración. Grita de dolor y de repente se calma ante un final feliz, ante lo esperado.
El antinacimiento provoca una respiración lenta, abrimos la boca para captar un aire que nos roba un invisible puñetazo en el abdomen. Es un aire que necesitamos en esos momentos porque lleva la esencia de nuestros muertos. Y parece que mueren aún más cuando perdemos el aliento.
El corazón se para durante un segundo varias veces por hora, en el parto se acelera.
Son diferencias que uno se calla para no parecer derrotista, para no parecer dramáticamente herido; pero piensas sin poderlo evitar en la vida y en la muerte, y al final gana la muerte por puntos, nos roba mucho más aire y sangre que un nacimiento.
Tras la apnea del antinacimiento, no hay alegría ni descanso, no hay sudor, cansancio, ni unas lágrimas felices. Tras los intentos por aspirar grandes bocanadas de aire, queda la tristeza perfecta, la descomunal desolación que día a día provoca un vacío en el corazón. A veces no late pensando en quien murió.
Y deja secuelas como el molesto dolor que ataca sorpresivamente a lo largo de toda la vida, como un vértigo que no podemos controlar. Nos detenemos para tomar aire ante el abismo de algo que no volverá, que está irremisiblemente muerto.
Cuesta dios y ayuda sonreír cuando llevas ya unos cuantos antipartos.
Si has amado lo suficiente, claro. No todo el mundo tiene la desgracia de “gozar” de un antinacimiento.
Otra vez a antiparir, antinacer… Esto es una mierda…
Estas apneas durante la consciencia y las punzadas en el corazón y el vientre, es mi antinacimiento sin final feliz.
Lo acojo como mi prueba de cariño, de capacidad de amar, me jodo por ella. Si la amé es sus caricias, la amaré en su miedo y dolor.
Es un brindis y mi homenaje a un ronroneo dulce, unos ojos que se convertían en ranuras negras sobre fondo dorado, unas patas pequeñas y de fino pelaje carey que buscaban mi cara cuando estaba cubierta por una capucha. Un maullido casi infantil en demanda de una caricia. Una lengua pequeña y rasposa que aportaba una ternura de tal magnitud a mi piel, que me hacía dudar de que en mi vida hubieran ocurrido cosas malas. Se revolvía en el suelo para que acariciara su barriga. Pedía cosas posibles, bonitas, sencillas y hermosas. Nunca quise que hablara, no quería nada de humanidad en ella.
Era todo tan sencillo, tan hermoso en su simplicidad…
Es normal, es otro de los síntomas del antinacimiento: las manos se crispan involuntariamente con la absoluta certeza de que tras el antiparto (cuando pasan los años y se apilan los dolores) no volveré a experimentar ese tacto tan suave para el alma. No volverá jamás la suavidad de ese inocente cariño.
No quiero pensar en su miedo, tristeza, dolor y agonía, porque me retuerzo de pena y remordimientos.
Es duro cuando muere un humano; es espantosamente doloroso. Lo sé de la misma forma que conozco la enfermedad; pero cuando muere tu animal, tu amigo; muere la más pura inocencia, es la quintaesencia de lo puro. En ellos no hay bondad ni maldad, su naturaleza es perfecta y equilibrada.
No carecen, no necesitan y sienten.
Con el antinacimiento se desvanece toda esperanza de ternura sorprendente a lo largo del día.
No hay consuelo alguno en el antinacimiento y soy culpable de no haberla protegido suficiente. Yo sabía que en el mundo hay seres humanos y por ello: envidia y maldad.
Mi gata no tenía herramientas ni medios para saber que alguien la maltrataría, la robaría de su hogar o la mataría por capricho, por asco, por aburrimiento, por ignorancia; pero sobre todo por envidia. Hay perros y gatos más guapos que sus hijos, mejor alimentados, mejor educados, más inteligentes que ellos mismos. Es esto lo que desconocen los gatos, los perros y todos nuestros amigos irracionales cuando son pequeños. Y lo que es peor: cuando crecen mantienen intacta su idiosincrasia.
Y son siempre pequeños, cálidos, dulces…
No pueden entender ni creer que haya tanta mierda en el cerebro de los humanos.
No degeneran como el hombre.
No hay suficientes muertes ni guerras, no muere el prójimo en la necesaria cantidad para consolar mi antiparto. Falta algo más de dinamismo en la humanidad para que se renueve sangre idiota.
Para vengar la muerte de mi amiga.
Y no quiero consuelo, quiero joderme y cultivar la ira, aunque el cáncer me coma las entrañas.
Yo conozco a la mierda del ser humano y sé que mi gata no se tendría que haber separado de mis brazos. Mi antinacimiento es mi penitencia por ella, por lo que sufrió, porque me amaba y quedó solita ante los humanos.
Le falté cuando me necesitaba soy un traidor de mierda a su cariño.
Ojalá me muera.
Cago sangre por ella apretando los dientes.
La dejé libre lo que creía que serían unos instantes. Soy un hijoputa porque lo sabía, porque conociéndoos, la dejé a vuestro alcance.
Ya no habrá pasitos ligeros encima de las sábanas, el ronroneo de algo que te ama como fondo a nuestras respiraciones. No habrá un pequeño cuerpo cálido que respira tranquilo y feliz. Porque ellos son felices con nosotros, lo sabe cualquiera que no sea un subnormal endogámico que mata animales.
Llega un momento en la vida en el que dudas que puedas soportar otro antinacer.
Se suman los dolores, se apilan el uno encima del otro y cuando te das cuenta, llegas a la conclusión de que no hay esperanza para la inocencia.
Todo muere, todo es agredido por los que viven demasiado tiempo.
¿Por qué viven tantos años los idiotas y tan poco mis amigos animales?
El antinacer de mi gata es la reafirmación de la extinción de la ternura y el cariño. La absoluta certeza de que habrá un final en el que la envidia, la ignorancia y la imbecilidad, vencerán.
Han vencido los cerdos por enésima vez.
Si murieran sus hijos, yo albergaría esperanzas y mi antinacimiento sería menos doloroso.
A Xibalba también le debo mis engaños y mis fantasías sobre la ternura, el cariño y la inocencia. Ella también me hacía sonreír y recordar que aún puedo ser cariñoso. Con su muerte vuelvo a ser la bestia sin ningún tipo de escrúpulos que soy en esencia; y volveré a girar las cabezas de los bebés para matarlos por el simple capricho de sentir sus vértebras crujir.
Los antinacimientos, si no son buenos para mí, tampoco lo son para la humanidad.
Mi gata tenía tanto que enseñaros, envidiosos anormales…
Aprendo de nuevo a dormir antinaciendo, intentando anestesiar el dolor de mi cabeza e intentando no pensar en las tiernas caricias que no volverán.
Ya no sentiré miedo a abrazar ese cuerpo tan pequeño y romperlo de cariño. Hay miedos hermosos.
Joder…
Yo no quiero más antinacimientos, estoy harto.
Estoy cansado de tanta mierda.

Por Xibalba. Enero 2011 – Abril 2013.






Iconoclasta