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27 de abril de 2015

Pablo


No es una fotografía, es un collage solo para mis ojos.
Mi hijo está en ese momento de un presente concreto, buscando en su mochila, pero la imagen latente, la que conforta mi pensamiento, es que es Pablo bebé, Pablo niño, Pablo adolescente, Pablo adulto, Pablo hombre, Pablo y su padre muerto. Pablo fundando otros reinos, creando otros territorios que no veré; pero tengo imaginación aún que estoy vivo.
Hay miles de imágenes superpuestas que forman esa, yo las veo todas con cuchilladas de ternura.
No hay nada extraño en él, ni un solo ápice de su piel. Si acaso, solo admiración, solo una sorpresa por un tamaño sorprendente, por una voz más grave, por una seguridad, por una madurez. Por un conocimiento ya pleno de la vida.
Es hombre. 
Es mi hijo.
No puedo dejar de pensar en las infinitas emociones y cariños que han llegado a crear esa imagen que tengo en el escritorio. Imposible de evadir, es un viaje en el tiempo, al pasado, al presente y al futuro.
Es lógico que a veces los hombres lloren.
El amor es una máquina del tiempo que vence todas las distancias y todas las dimensiones. Alguien quiere cuantificarlo, direccionarlo y codificarlo para viajar por él; pero fracasará.
Porque deberá tener un hijo y amarlo por encima de toda consideración lógica e ilógica. Regalándole el propio sistema nervioso central, el corazón, los pulmones, los ojos, el hígado, los riñones, todo para él cuando sea necesario.
Cuando el amor te convierte en el almacén de repuestos de tu hijo, entonces viajas en el tiempo.
Y evocas sus dedos suaves, sus primeras lágrimas, sus risas que lo doblaban, la rabia, la fuerza por ponerse en pie, el miedo a nada y a pequeñas cosas. Sus ojos tan azules y grandes me daban miedo cuando chapoteaba en brazos de su madre en la piscina, parecía de otro planeta.
La protección que le otorgaba mi volumen. Mis brazos llenos de él, mi voz llena de él, de su nombre. Las canciones, las películas, los llantos y las preguntas.
Y su descubrimiento paulatino del mundo, y yo tras él.
¿Cómo es posible sentir esa indecible ternura, evocar sus manos en mi rostro, palabras inocentes, ideas hermosas de un mundo que nunca lo será, ante un hombre de esa talla?
De un hombre que navega solo por la vida.
Solo ocurre cuando es tu hijo del alma.
Cuando nada ni nadie puede ser amado tan orgánicamente.
Cuando bajo el hombre adulto, un niño sigue buscando en su mochila con idéntico gesto, con idéntico gesto en el baúl de juguetes, con idéntico gesto tomando un sonajero en sus manos, con idéntico gesto mirándome con sus ojos aún de bebé.
Cuando el amor y la ternura hacen presa en tu ánimo de forma inevitable y sabes que la vida no es viable sin él en el planeta, sin él en el escritorio, sin él mi mente, sin él en mis recuerdos y en mis sueños. Es entonces cuando se forman las infinitas imágenes que componen la principal.
Es Pablo, mi hijo.
Tengo todas sus risas, lágrimas y dedos en mí. Profundamente insertados en el tuétano de los huesos.
Ese hombre que busca en la mochila, ¡por favor... si tiene tres años, tiene ocho, tiene catorce!
¡Cómo lo quiero!
Mi vida depende de la suya.
De la tuya, hijo.
Rebusca en tu mochila, Pablo, te admiro silencioso tomándote una foto que son miles.
Pienso en lo inadmisible, en lo inconcebible que es que algo como yo, haya aportado algo a tu vida, a tu organismo, a tu esencia. Porque no me veo como tú, no puedo verme tan importante y tan perfecto.
Es imposible tenerte en el escritorio en todas las edades de la vida y no detenerse a evocar cada segundo que te he vivido.
Y preguntarme porque no he muerto colapsado por esas emociones. Soy mucho más fuerte de lo que yo mismo temo.
Eres un hombre, Pablo, pero tengo que controlarme para no abrazar con un llanto ñoño a los pequeños y grandes Pablos que hay en esa imagen, en ese gesto.
Mi vida depende de la tuya, y la tuya es solo de ti y tus decisiones.
Soy un remolque de mi hijo.
Un beso, amigo mío.








Iconoclasta

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